Fidel es un país

Fidel es un país
____________Juan Gelman

viernes, 25 de abril de 2014

Siempre di lo que sientes y haz lo que piensas

Navegando por esos tumultuosos mares donde se mezclan las tonterías con la poesía, el conocimiento con la estupidez, las revoluciones del amor con el odio del fascismo, la solidaridad con el egoísmo, o sea, en las aguas divinas y profanas de Internet, he dado con un texto de hace unos añitos, de ese gran amigo nuestroamericano que nos acaba de dejar: el Gabo. Es una carta de despedida que nos sirve para rezar cada día al levantarnos y salir hacia la persona amada, hacia las habitaciones de la casa, hacia las calles, y montes, en fin, para salir hacia el más lejano prójimo, hacia cualquier rincón del mundo, con esas pasiones puestas.
En la marea que ha traído la muerte de Gabriel García Márquez, desde una Segunda cita, emergen los recuerdos del trovador Silvio Rodríguez. Creo que mis amigos —que son unos “atorrantes”, como diría Serrat— beberán estas palabras como el mejor vino, ese que ensancha el ánimo y desata las bondades. 

CARTA DE DESPEDIDA

Cuerpo: “Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen. Escucharía cuando los demás hablan y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate!
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
Dios mío si yo tuviera un corazón, escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol. Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna. Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…
Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida… No dejaría pasar un sólo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer u hombre que son mis favoritos y viviría enamorado del amor.
A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse! A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada. He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse. Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrán de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo.
Siempre di lo que sientes y haz lo que piensas. Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma. Si supiera que esta fuera la última vez que te vea salir por la puerta, te daría un abrazo, un0 beso y te llamaría de nuevo para darte más. Si supiera que esta fuera la última vez que voy a oír tu voz, grabaría cada una de tus palabras para poder oírlas una y otra vez indefinidamente. Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría “te quiero” y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.
Siempre hay un mañana y la vida nos da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.
El mañana no le está asegurado a nadie, joven o viejo. Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas. Por eso no esperes más, hazlo hoy, ya que si el mañana nunca llega, seguramente lamentarás el día que no tomaste tiempo para una sonrisa, un abrazo, un beso y que estuviste muy ocupado para concederles un último deseo. Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que los necesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles “lo siento”, “perdóname”, “por favor”, “gracias” y todas las palabras de amor que conoces.
Nadie te recordará por tus pensamientos secretos. Pide al Señor la fuerza y sabiduría para expresarlos. Demuestra a tus amigos cuanto te importan”.
Carta que escribiera el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez en 2007.

El Gabo en Silvio

(Tomado del blog Segunda Cita)
Por: Silvio Rodríguez

No recuerdo dónde lo conocí. Puede haber sido gracias a Haydee Santamaría. Acaso coincidimos en alguna comida en casa de la amiga común, quizá en aquella en que fui embromado con una tortilla de plátanos maduros. Lo que sí tengo claro es que en septiembre de 1969, entre la treintena de libros que embarqué en el Playa Girón, había un Cien años de soledad que ya había leído un par veces.
Lo veo a flashazos, en distintos momentos. Un 31 de diciembre me invitó a una fiesta en la que estaban su amigo Fidel Castro y el actor norteamericano Gregory Peck. Hubo un momento, cercano a las 12 de la noche, en que me vi conversando con aquellos gigantes y me sentí desubicado.
La primera vez que estuve en su casa de México fui con Raúl Roa Kourí y mi hermana María, casados por entonces. Estaban de tránsito, camino a New York, donde estarían 6 años sirviendo a Cuba ante las Naciones Unidas. Fuimos por la mañana y pasamos algunas horas en el despacho del escritor, donde estaban algunos de sus libros, su máquina de escribir. Allí constaté que, tal y como se decía, sobre su mesa de trabajo había un un florero con una rosa amarilla. Creo que fue la primera vez que vi una rosa que parecía un sol. O la primera que reparaba en ella, iluminada por la mitología en torno al genio literario.
Hablamos de música. Uno de sus hijos estudiaba flauta. En algún lugar yo había leído que él escribía escuchando a Bach; pero aquella mañana nos dijo que entre sus partituras preferidas estaba el concierto para violín y orquesta de Sibelius. Revisó sus discos (con la ayuda de Mercedes) y me regaló una versión, que tenía repetida, dirigida por Von Karajan e interpretada por Christian Ferras. Antes de dármelo rotuló su nombre en la carátula, con plumón azul Prusia. Después me obsequió su novela más famosa, que yo casi me sabía de memoria. Hablamos también de cumbias y vallenatos, tema del que era experto. Concluyó la clase magistral con ejemplos en los que su nombre era mentado y, con cierta ternura, nos hizo escuchar una cumbia que lo increpaba por algo que no recuerdo. Finalmente me obsequió dos casetes, con selecciones personales. Aquellas cintas no me duraron mucho, porque le comenté a una periodista que las tenía y se las llevó, jurando muchas veces que sólo las quería para copiarlas y que enseguida me las devolvería. Ojos que te vieron. O más bien: oídos que te escucharon…
No recuerdo por qué un día me tocó llevarlo al centro campestre de Río Cristal, donde se iba a celebrar un almuerzo relacionado con el premio literario Casa de las Américas. Por el camino traté de hablar lo menos posible, para no meter la pata, pero acabamos comentando la separación de un matrimonio. Yo, sagitario imprudente, sentencié que era una desavenencia pasajera. Él me miró de una forma en la que pude reconocer, en el breve vistazo que le dirigí puesto que iba manejando, que sentía más congoja por mi optimismo que por la pareja distanciada. Puede que en el fondo yo pensara como él, y que sólo siguiera la costumbre totémica de expresar mis deseos y no lo que realmente sucedía. A veces me he equivocado, de diente para afuera, aunque de diente para adentro sepa que ejecuto un ritual que significa lo contrario. En aquel caso, en pocos días comprobé que su mirada de piedad tenía más peso que todas mis palabras. Y, además, comprendí que él no era adicto a mis ceremonias primitivas y que conocía mucho mejor que yo a personas que yo veía más a menudo.
Hace poco conté, a propósito de una canción de mi último disco, la especial circunstancia de haber tomado un vuelo en el que sólo iba otro pasajero. Era hasta México, con escala en Cancún. Aquella tarde los cielos estaban cargados de oscuridades y nuestra soledad compartida, entre tantos asientos vacíos, propició el acercamiento. En aquel avión, que daba tumbos y bajones, el escritor me iba explicando –con una serenidad inconcebible– que a veces se le ocurrían ideas que no daban para novelas o cuentos, y que posiblemente eran canciones. En todo momento fui consciente de la fatalidad de que aquel encuentro ocurriera en circunstancias tan adversas, porque los incesantes sobresaltos no me permitían estar todo lo atento que deseaba. Luego, en Cancún, se llenó el avión, los cielos se aplacaron y el viaje dejó el misterio atrás, siendo menos propicio, aunque yo me despedí diciendo que iba a tratar de darle taller a algunas de las ideas –a veces relampagueantes– que tuve la suerte de escuchar. En un terrible hotel de Panamá hice un primer acercamiento que se perdió en la bruma, y sólo hace muy poco logré organizar algo cantable.
Cierta vez estuve una noche en su casa del DF y, a la hora de irnos, comprobamos que faltaba el carro en que habíamos llegado. Buena parte de aquella madrugada la pasó con nosotros en la comisaría, prestando declaraciones y tratando de ayudarnos. Otra noche, hace no mucho, fuimos al bar de una señora llamada Margarita, lleno de caricaturas, donde Sabina hacía gala de los tantos corridos y rancheras que se sabe. La última vez que fuimos a su casa cargó a Malva en la puerta de despedida.
Dejo constancia que la única vez que visité la hermosa Cartagena de Indias fue gracias a él, que me recomendó al Festival de Cine como jurado. Ni antes ni después he vuelto a entrar a un Casino. Aquel era propiedad de un amigo, señor que amablemente nos regaló unas fichas para que probáramos suerte en la ruleta. Yo le seguía las manos al dealer, a ver si las ocultaba bajo la mesa para apretar algún botón. Pero el hombre daba un respetuoso paso atrás, cada vez que la rueda de la fortuna empezaba a detenerse, quizá leyéndome la mente. Viendo lo rápido que dilapidé mi capital, el escritor, de un blanco impecable, se partía de la risa.
Voy a conservarlo así, sonriente, gozando de la vida, a lo mejor en la voluta de una idea que la insondable alquimia de su talento dejará en una ínfima reseña, algo que ni siquiera llegará a ser canción: acaso un insecto posado en un mantel, la pintura vahída de un bote surcando el río Magdalena, la nota disonante de un triste amolador de tijeras. Seguro así me sentiré alguito menos huérfano.

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